Galería Julieta Álvarez 2011










David Robledo y el sueño inquietante
Marguerite Yourcenar, en Opus nigrum, se pregunta por los sueños y enumera algunas de sus características: la levedad, lo impalpable, la libertad total respecto del tiempo, la movilidad de las formas de la persona que hace que cada una sea varias y que varias se reduzcan a una. Esas cualidades me han sorprendido al mirar las pinturas de David Robledo. En ellas respira esa esencia que intenta nombrar el perfil de lo que soñamos. Sobre sus figuras planea, o se ancla, la impresión es dual y por lo tanto imprecisa, una atmósfera de levedad intangible. Hay un pathos que oscila entre la soledad y la epifanía, entre la desesperación, un cierto desamparo sin época y el olvido detenido de todo. Estos personajes, a su vez, conducen a la pregunta de si ellos no son el hombre, o si este no está desplegado en sus cuerpos con un toque de melancolía, de abulia, de desdén, de rabia. Hay, finalmente, algo que fluye, impalpable y libre, en esta representación de una humanidad despedazada.
Creo que David Robledo, y este es un logro mayor tratándose de un pintor que por primera vez expone, ha atrapado la fugacidad de lo onírico que es, a su modo, lo que define nuestra azarosa vigilia. Estas pinturas recuerdan de qué estamos hechos y cómo esa factura se abisma y se ilumina en los instantes crepusculares. Por supuesto, no hay ningún deseo, o así lo percibo yo, de eternizar esas imágenes que atraviesan la duermevela de lo que creemos o añoramos ser, o de lo que irreversiblemente somos. Poco hay de la ambición de esa poética remota de querer atrapar al hombre y su entorno de afectos y de odios en estos trazos desvaídos y conmovedoramente vivos. David Robledo, sin embargo, es tan reciente y tan antiguo en ellos, como lo es el sueño más inquietante.
Pablo Montoya,
Nafplio, enero 1 de 2011.